jueves, 22 de enero de 2009

Retratos

Retratos nació como un conjunto de textos que recogen fragmentos, apenas algunas escenas aisladas —en el tiempo y el espacio— de la vida de Ricardo Rosales Román. La versión electrónica que hoy se publica es una manera de hacerle un homenaje a quien cumple 75 años y sigue demostrando con sus actos que no hay mayor muestra de amor que luchar infatigablemente por construir una sociedad justa.

La aventura para hacer la plaquette original (impresa y con un tiraje de 100 ejemplares), la emprendí con la ayuda de muchas personas a quienes les pedí a principios de 2004 que escribieran algún pasaje, algún momento, algún recuerdo que hubieran compartido con él. La respuesta fue generosa. Hasta mi computadora llegaron varios textos que me sirvieron para emprender el camino. Seleccioné algunos, deseché otros y me quedé finalmente con ocho escritos que son un recorrido fugaz por la vida de un hombre que fue líder estudiantil, Secretario General del Partido Guatemalteco del Trabajo, miembro de la Comandancia General de URNG, signatario de los acuerdos de paz de Guatemala, miembro del Congreso de la República y, además y siempre, mi padre.

Sirvan los textos reunidos en Retratos (que hoy son relanzados en esta versión electrónica) para reflejar algunos rasgos de la personalidad de Ricardo Rosales Román, para mostrar su sencillez, su forma optimista de ver la vida, su anhelo permanente por tomar el cielo por asalto. Y sirvan también como homenaje a mi madre, su compañera de toda la vida, y a aquellos hombres y mujeres con los que a lo largo de este tiempo ha compartido ideales, esfuerzos y lucha.

Espartaco Rosales Arroyo
Ciudad de México, febrero de 2009

Aquellos muchachos

Carlos Guillermo Herrera

—Te presento al periodista Carlos Rosales, el Chucho —me dijo una tarde mi papá, quien era tipógrafo y había conocido a aquel muchacho en el ya desaparecido Nuestro Diario.

—¿Usted es algo de Ricardo Rosales Román? —le pregunté mientras estrechaba su mano.

—Es mi hermano menor, ¿de dónde lo conocés? —me respondió Carlos e iniciamos una conversación que duró horas.

Al llegar al instituto empecé a promover entre los compañeros el apodo de Chucho para Ricardo, quien hasta entonces era conocido como el Seco Rosales.

Ricardo —a quien yo había empezado a conocer a través de su hermano— formaba parte de un grupo de estudiantes en el que destacaban Otto René Castillo, Carlos Enrique Centeno y Rogelio Azurdia. Era un núcleo de jóvenes interesados en el estudio, el deporte y el jolgorio pero que asignaban un espacio importante de su tiempo a otras inquietudes de carácter literario y político.
Hay un viejo retrato en el que aparecen varios de aquellos muchachos imberbes. Ricardo está sonriente, al frente de la fila. Teníamos unos 15 años. La Revolución del 44 estaba en pleno auge y era terreno fértil para aquellos jóvenes con inquietudes más allá de las comunes. Las asambleas, las discusiones sobre los asuntos escolares y la conformación de autogobiernos estudiantiles en las escuelas eran práctica común.

Y fue entonces, en aquellos años en los que apenas dejábamos la adolescencia, cuando Ricardo fue electo presidente de la Asociación de Estudiantes del Instituto Nacional Central para Varones. A partir de allí, su carrera política nunca se detuvo.

Atraído por aquellos muchachos, poco a poco me fui integrando al grupo. Era apasionante ver cómo en ese espacio se discutían temas de la realidad nacional y se comentaban textos literarios. Empecé a escuchar sobre autores y obras que no correspondían necesariamente a los señalados en los programas de los cursos formales. Walt Whitman, César Vallejo, Emanuel Kant, Miguel Ángel Asturias, Flavio Herrera, Arévalo Martínez, Huberto Alvarado, Werner Ovalle López y muchos otros, se convirtieron en fuentes de conocimiento y conversación para nosotros.

Los temas eran tratados con vehemencia. Y siempre tuve claro que cuando Ricardo tomaba la palabra lo hacía con mucha seriedad y dando muestras de su capacidad de análisis y de lo bien informado que estaba. Lo curioso es que ahora, cuando lo oigo hablar, siempre recuerdo al muchacho de aquellos años, como si sus 70 años fueran una estadística que se puede poner en duda.

Detalles

Ana María Arroyo Quan

Había sol aquella tarde en la que Ricardo y yo caminábamos por primera vez tomados de la mano. Íbamos con unos amigos a la feria del Cerrito del Carmen.

—Vamos a ver a la Mujer Araña —sugirió de pronto alguien. Como estábamos todavía lejos del localito en el que se daba la función le dije a Ricardo que si nos apurábamos podríamos llegar antes que los demás y ganarles.

—¿Por qué? —me dijo. En ese momento me surgieron, y todavía hoy me surgen, muchas reflexiones en torno a esta pregunta que él me hizo. ¿Qué ganábamos? ¿De qué servía separarnos de los demás? ¿Qué era más importante en ese momento que estar juntos?

Desde aquel momento, detalles como ése me fueron mostrando al hombre que se había acercado a mí poco a poco y como en oleadas. Además, intuí que se trataba de alguien con muchas facetas y que éstas las tendría que ir conociendo sin apresuramientos y con paciencia.

Después, en Semana Santa, nos pusimos de acuerdo para ir a ver el paso de las procesiones. Conociendo yo algo de sus ideas políticas, me desconcertó cuando me di cuenta que él sabía los itinerarios y conocía cuáles eran las imágenes que eran llevadas en andas, pero también sabía de qué iglesias provenían y hasta su historia. Además, me impresionó la forma como él describía las imágenes que más lo impactaban.

En esos días leímos juntos El que debe morir, novela del escritor griego Nikos Kasanzakis. Escuché sus conmovedores comentarios y me sorprendió su conocimiento de la Biblia y cómo le encontraba sentido a cada uno de los pasajes para transportarlos a la realidad cotidiana, la de todos los días.

—Rosel y Arellano es una cosa, pero la iglesia puede ser otra —me dijo por aquellos días mientras caminábamos por la zona uno recorriendo las calles sin medir el paso del tiempo. Me gustaba ver las vitrinas y los adornos en los almacenes. Él se fijaba en los pequeños detalles.

—¿Ya vio el primor con el que los chicleros de las esquinas arreglan sus mercancías? —me preguntó una vez mientras la tarde caía y el naranja del cielo daba lugar a un rojo intenso que todavía veo cuando cierro los ojos.

Los oradores

Francisco Alfredo López Polanco


Aquella mañana de abril de 1962, entré al Iglú de la Universidad de San Carlos y me encontré con un auditorio colmado de estudiantes ansiosos y entusiastas.

El compañero Carlos Gonzáles —entonces era el estudiante de derecho Ricardo Rosales Román— tomó la palabra y se dirigió con vehemencia y con mucha sencillez a todos aquellos jóvenes que en ese momento buscaban respuestas y orientación para saber qué hacer y cómo seguir enfrentando a la policía en las calles.

—Compañeros, el Zapote aún no está maduro —dijo casi al final de su arenga.

Se refería al presidente Idígoras Fuentes y al hecho de que la coyuntura política no permitía vislumbrar en ese momento una victoria. A mí me quedó claro, con sus palabras, que en ese momento —como al final sucedió— no íbamos a poder derrotar al gobierno.

No sé si todos entendieron la profundidad del mensaje que ese día nos dio el compañero Carlos, pero sí sé que el discurso llenó de fervor a los estudiantes y que no fueron pocos los que a partir de ese momento entendieron mejor cuál era su papel en la vida.

Muchas veces callado y pensativo, el compañero se transformaba cuando estaba frente a la multitud. Era difícil reconocer al muchacho que estudiaba junto a René Villegas Lara recorriendo incansablemente los corredores de la facultad de Derecho en un ir y venir constante que llevaba a uno a un extremo del pórtico mientras el otro llegaba exactamente al otro lado.

Después de aquel discurso nos vimos intermitentemente. Yo lo entrevisté una vez para un programa de radio que se llamaba Tribuna Universitaria. Me citó en el Parque Infantil y fue allí en donde se desarrolló nuestra plática. Yo no sabía entonces en qué pasos andaba él pero me pareció una persona calmada, con una expresión oral clara y precisa, alguien que daba confianza y que recomendaba muchas cuestiones que en ese momento se nos pasaban de largo.

Después, cuando fue presidente de la Asociación de Estudiantes Universitarios, lo vi varias veces como el orador principal en aquellos mítines que organizaban los estudiantes en la sexta avenida y once calle para conmemorar a los compañeros caídos. Muchos años después nos vimos en una reunión clandestina, cuando desde las FAR nos empeñamos en impulsar los esfuerzos que fueran necesarios para que el PGT se incorporara a URNG.

Tras la firma de la paz, estuvimos juntos en el primer Comité Ejecutivo Nacional del partido URNG. Allí pude corroborar que los rasgos de aquel muchacho prevalecían y que el compañero se seguía caracterizando por su paciencia, por su capacidad de análisis, por el tono didáctico de sus intervenciones y por el rigor que siempre ha tenido para criticar o rebatir las posiciones que no comparte.

Ahora que de vez en cuando nos encontramos, suelo descubrir en su mirada a aquel muchacho que junto al Piqui Díaz y Balcárcel fueron los oradores más escuchados y respetados durante las Jornadas de Marzo y Abril de 1962, veo a quien junto a aquellos jóvenes dictaba las directrices, y a quien encontraba en segunda línea el apoyo y la camaradería de Apolo Mazariegos, Ottoniel Fonseca y Hugo Rolando Melgar.

Encuentros

Eulogio Rodríguez Millares

En la Conferencia Tricontinental que se realizó en La Habana hacia mediados de los años 60 yo participé como miembro de la delegación cubana.

Una noche, después de una serie de reuniones que se habían prolongado por horas, tuve un encuentro con Luis Augusto Turcios Lima, uno de los legendarios héroes de la lucha revolucionaria en América Latina.

Antes de hablar sobre los temas que nos interesaban a ambos, le comenté a Turcios Lima que yo conocía a un muchacho guatemalteco que trabajaba en la Federación Mundial de la Juventud Democrática en Budapest, Hungría.

—¿De quién se trata? —me preguntó sin dejar de verme a los ojos.

—Se llama Ricardo Rosales y es miembro del Partido Guatemalteco del Trabajo —le respondí.

—Así que conocés al Chucho Rosales —me dijo Turcios Lima asumiendo una actitud fraternal que nos acompañó hasta la madrugada.

—Sí, chico, si somos como hermanos —le respondí entusiasmado.

Fue entonces cuando Turcios Lima empezó a hablarme de Ricardo, quien entonces tendría poco más de 30 años. Entusiasmado, hizo referencia al trabajo que el Chucho había desarrollado cuando era líder estudiantil y, bajando un poco la voz, me hizo referencia a los encuentros clandestinos que ambos sostuvieron en Guatemala.

A partir de lo que Turcios Lima me decía pude imaginarlos haciendo un contacto en las calles de la ciudad, encontrándose en una casa a la que cada uno había llegado después de estar seguro que nadie lo seguía, conversando en un carro que tenía una ruta preestablecida...

Mientras yo pensaba en aquello, Turcios me hizo referencia a la forma en la cual Ricardo expresaba sus puntos de vista y la convicción con la que los defendía. En esa conversación me di cuenta que el comandante guerrillero no sólo conocía a Ricardo sino que también lo respetaba y admiraba.

Aquella visión de Turcios Lima me ayudó para ir conociendo mejor a Rosales pues entendí que él no hacía alarde de las personas a las que trataba ni se jactaba o aprovechaba de esas relaciones. Prefería la modestia y el trabajo.

Turcios Lima y muchos otros valiosísimos revolucionarios guatemaltecos murieron mientras intentaban construir sus sueños. Sin saberlo, sin proponérselo, Ricardo se convirtió en uno de los dirigentes revolucionarios latinoamericanos que más años estuvo en la clandestinidad. Lo hizo sin corromperse ni renunciar a la lucha, sin entregar el arma al ganar la legalidad, sin dejar de ser comunista al ocupar un escaño en el Congreso, sin dejar de emplear su capacidad de análisis para esclarecer posiciones en el terreno teórico. Lo hizo en fin, sin claudicar.

Abriendo candados


Espartaco Rosales

Amanece, como siempre —o casi siempre—, el cielo está azul, transparente. Sin embargo, hoy es un día distinto. Esta vez mi padre me llevará a la escuela. Él y yo, los dos solos. Juntos, tomados de la mano. Él con su paso seguro y firme. Yo con las vacilaciones de mis ocho años, con la sonrisa de lo nuevo y con la emoción de lo que es irrepetible.

Caminamos a su paso. Me resulta difícil pero no me quejo. Más bien es un reto, me hace pensar que un día seré tan alto como él, mis zancadas serán igual de largas y precisas, podré ir a donde quiera con solo desearlo...

Pero hoy vamos juntos, de la mano. La de él es suave, ¡tan suave! Cuando acaricia mi rostro, la fragilidad de su piel, su textura de flor, de primavera, me da idea de ternura y me lleva a sonreír, a ser feliz. Hoy vamos de la mano y avanzamos por un rumbo nuevo, desconocido. Con mi madre y mi hermano, siempre esperamos la camioneta, la abordamos. Bajamos en la décima calle y caminamos.

Con él, el camino siempre es distinto, no hay repeticiones. A veces por aquí, de pronto por allá. Esta vez pasamos por el Mercado Central.

—Vea los candados, son antiguos e infranqueables —me dice.

Abro mis ojos de ocho años y veo esas piezas de museo y gran tamaño. Pienso en las llaves.

—¿Cómo serán las llaves? —lo cuestiono. Él me mira y se sonríe. Me alborota el pelo con sus manos suaves y me dice que caminemos.

De pronto un carro amarillo se detiene a nuestro lado.

—¡Qué casualidad! —le dice mi papá al conductor mientras lo saluda afectuosamente. El piloto ofrece llevarnos y aceptamos. ¿Cómo iba yo a saber que esto había sido planeado por mi padre? ¿Por qué debía suponer que al mirar los candados él vigilaba? ¿Cómo sospechar que él se afligía al pensar que algo pudiera ocurrirnos aquel día?

Yo y mi emoción infantil de ocho años. Él y la aflicción de saberse perseguido, de saber que en algún archivo, en alguna oficina, en las manos de algún esbirro estaba su nombre y la orden de buscarlo, la necesidad de encontrar al militante comunista, a mi padre.

Mi padre y yo de la mano, caminando por el Mercado Central de la ciudad de Guatemala. Él pendiente de todo. Yo soñando con el futuro, disfrutando una mañana clara y transparente, abriendo candados de tamaños gigantescos y preguntando por una llave, justo la que utilizó mi padre ese día cuando suavemente abrió una puerta, una ventana, una luz, mi corazón.

La fotografía

Carlos Morales

Según me platicó Ricardo, tras la firma de la paz fue a la Municipalidad a renovar su Cédula de Vecindad. El dependiente que le atendió se portó muy amable e incluso le llevó el libro en el que estaba asentado su expediente.

—No está su foto, mire don Ricardo —le dijo el hombre y le mostró el lugar en donde debió estar el retrato de él cuando tenía 18 años.

Luego que me refirió esto le conté a Ricardo que en 1983, a eso de las ocho de la noche, un grupo armado llegó a mi clínica y me secuestró. Me tuvieron encerrado durante ocho días en algún oscuro separo clandestino.

Durante el tiempo que duró mi cautiverio me hicieron muchas preguntas sobre asuntos que yo no conocía.

—Vea detenidamente estas fotografías —me dijo uno de mis secuestradores en uno de los continuos interrogatorios y me acercó una serie de fotos.

—No conozco a nadie. No sé quienes son —le dije mientras iba pasando las imágenes una por una. Sin embargo, para mí fue una gran sorpresa cuando entre mis dedos apareció un retrato que yo no había visto nunca pero que me permitió ver a un joven en el que reconocí la mirada de mi viejo amigo: era Ricardo. Me preguntaron si lo conocía, que en dónde estaba. A pesar de sus esfuerzos, no obtuvieron respuesta. La fotografía, sin duda, era aquella de la primera Cédula de Ricardo, la que sólo vi una vez, la que sigue extraviada y no aparecerá nunca.

Siempre el mismo




Guadalupe Sánchez Espinoza


Cuando empecé a relacionarme con Espartaco, mi esposo, nunca me hablaba de su padre. Era algo así como un tema prohibido. A mí no me interesó averiguar. Hay tantas historias de padres que abandonan a los hijos que tal vez es el caso, pensaba yo. En aquel tiempo, con conocer y entenderme con Espartaco era suficiente.

El que pudo ser mi primer encuentro con el padre “ausente” fue una tarde cerca de Ciudad Universitaria, en México. Nos encontramos casualmente. A lo lejos, vi a Espartaco quien venía caminando y conversando con a un señor de cabello blanco. Sin embargo, al acercarnos, el hombre maduro había desaparecido.

—¿Y el señor que venía contigo, Rosales? —pregunté a Espartaco, a quien suelo llamar por su primer apellido.

—No. Nadie venía conmigo —me contestó con mucha seguridad. Le creí y nos fuimos a tomar un café.

Un año después Rosales empezó a hablarme de su padre. Su figura empezó a convertirse en un misterio. Primero me platicó que sus padres estaban divorciados. Luego, cuando la confianza entre nosotros creció, la versión fue que el padre era alguien que viajaba mucho y que casi nunca estaba en casa. Después, con el tiempo, vino la verdad: su padre era un líder político guatemalteco, que vivía en México de manera clandestina. La confesión fue un balde de agua fría. Yo, una mexicana como cualquier otra, ¿qué iba a hacer involucrada con personas que tenían que ver con la guerrilla guatemalteca?

Finalmente, con ocasión de una comida para celebrar el cumpleaños de Rosales, conocí a su padre. Entré al pequeño departamento y allí, entre violetas y una mesa en la que había pollo en miel, estaba el mismo señor que yo vi en Ciudad Universitaria.

Al atravesar la puerta del pequeño departamento, el señor de pelo blanco se levantó de su silla, se acercó hacia mí, tomó mis manos y luego me dio un abrazo. Sus manos eran tan suaves que me sorprendí. Con voz pausada me dijo que era un gusto conocerme. Yo no sabía qué decirle a ese hombre. Era tanto mi asombro, que no me salían las palabras pues no todos los días se encuentra uno con el líder de una fuerza política como la que él dirigía.

Al platicar con él y ver que se interesaba en lo que yo decía y comentaba, me hizo sentir importante. Su atención estaba en mí. No se habló de él. Al contrario, se mostró interesado en conocer a la novia de su hijo.

Tres años después de iniciar nuestro noviazgo, me casé con Rosales y nos fuimos a vivir al departamento de sus papás. Todos los días mi suegro me saludaba como si no nos hubiéramos visto en mucho tiempo. Siempre tenía un abrazo y siempre se interesaba en saber cómo estaba yo y cómo me sentía.

Poco tiempo después todo fue vertiginoso. Un camino nuevo se vislumbraba en Guatemala. Ricardo era parte importante del proceso de paz de su país y toda la familia Rosales emprendió el regreso.

La carga emocional e histórica que rodeaba a esta familia me incluía ahora a mí. Para mí todo era nuevo. Y era difícil adaptarme a ese mundo del cual yo no conocía absolutamente nada.

Ya en Guatemala, a Ri lo conocí como Carlos Gonzáles, el miembro de la Comandancia General de URNG. Él era un hombre con múltiples ocupaciones y compromisos. Sin embargo, siempre tuvo un espacio para mí. A él le preocupaba que yo estuviera bien, que yo pudiera desarrollarme en todos los sentidos. Y cada uno de mis logros él los reconocía. Cuando mis hermanas llegaron a visitarme a Guatemala desde México, también estuvo al tanto de que no les faltara nada.

El hombre que se escondió de mí para no revelar su identidad en Ciudad Universitaria, el Carlos Gonzáles signatario de los Acuerdos de Paz para Guatemala, el Ricardo Rosales Román diputado al Congreso de la república, es para mí simplemente Ri, un hombre generoso y bueno.

Retratos. El general y el comunista


Ricardo Pedro Rosales Arroyo

—Por el gobierno de la República firma el Acuerdo de Paz Firme y Duradera el general Otto Pérez Molina. Por la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca firma Ricardo Rosales Román, Carlos Gonzáles, Secretario General del Comité Central del Partido Guatemalteco del Trabajo —dijo el maestro de ceremonias.

El compañero Carlos se levantó, se ajustó los lentes, vio brevemente a los comandantes Rolando Morán y Pablo Monsanto —quienes ya habían firmado el documento— y a Jorge Rosel —quien lo haría inmediatamente—, se dirigió a la mesa situada al centro del estrado, vio a los asistentes y buscó entre el público a su compañera de toda la vida, y a sus dos hermanos a quienes no había visto en 20 años. Finalmente estampó tres veces su firma con el nombre recién recuperado: Ricardo Rosales Román.

Apenas un par de horas antes, aquel hombre al que en la clandestinidad conocí como Carlos Gonzáles, Lucas o Julián había reunido a un grupo de miembros del PGT en un pequeño salón del hotel Princess, lugar en el que estaba hospedada la delegación de URNG. Allí habló de la trascendencia de los Acuerdos de Paz y del cuidado que debía tenerse para preservarlos y fortalecerlos.

—Debemos resguardar a toda costa la unidad. Es la unidad la que va a permitir construir una organización sólida, consecuente y viva. Una organización que sea, efectivamente, el partido que Guatemala necesita —dijo emocionado y convincente. Después recordó y rindió homenaje a Huberto y Nayo Alvarado, a Víctor Manuel Gutiérrez, a Otto René Castillo...

Su discurso fue emotivo y breve. Había muchas cosas por hacer. Antes de terminar la reunión pidió la palabra Julio Rodríguez, uno de los sobrevivientes del levantamiento armado de Concuá y uno de los compañeros entrañables de Carlitos en el partido.

—No debemos olvidar nuestras raíces, nuestro origen. Nunca olvidemos que somos comunistas y que así fuimos formados —dijo. Después vino un abrazo al que se sumó Saúl Morales, don Antonio. Recuerdo los ojos de los tres llenos de lágrimas.

Cuando el compañero estaba firmando, sentí un escalofrío hondo y hubo un momento en el que puedo jurar que el mundo se detuvo. En esos diez segundos, según me platicó después, frente a él se dibujaron las imágenes de los compañeros con los que luchó, y que no pudieron estar aquel día en el Palacio Nacional de la Cultura.

De pronto oí aplausos y un grito profundo que venía desde una Plaza Central repleta de personas entusiastas y llena de banderas y colores. Ricardo Rosales Román se levantó de la mesa, estrechó la mano de Otto Pérez y fue a fundirse en un abrazo entrañable con Rolando, Pablo y Jorge Rosel.

Al día siguiente salí a la calle. Respiré un aire que ya no asfixiaba y me emocioné otra vez cuando en la portada del periódico vi el retrato histórico del general y el comunista en el momento en el que firmaban el acta que dio fin a 36 años de guerra en Guatemala. Se había rendido tributo a todos los que lucharon y se firmó un compromiso con los que luchan siempre.