jueves, 22 de enero de 2009

Siempre el mismo




Guadalupe Sánchez Espinoza


Cuando empecé a relacionarme con Espartaco, mi esposo, nunca me hablaba de su padre. Era algo así como un tema prohibido. A mí no me interesó averiguar. Hay tantas historias de padres que abandonan a los hijos que tal vez es el caso, pensaba yo. En aquel tiempo, con conocer y entenderme con Espartaco era suficiente.

El que pudo ser mi primer encuentro con el padre “ausente” fue una tarde cerca de Ciudad Universitaria, en México. Nos encontramos casualmente. A lo lejos, vi a Espartaco quien venía caminando y conversando con a un señor de cabello blanco. Sin embargo, al acercarnos, el hombre maduro había desaparecido.

—¿Y el señor que venía contigo, Rosales? —pregunté a Espartaco, a quien suelo llamar por su primer apellido.

—No. Nadie venía conmigo —me contestó con mucha seguridad. Le creí y nos fuimos a tomar un café.

Un año después Rosales empezó a hablarme de su padre. Su figura empezó a convertirse en un misterio. Primero me platicó que sus padres estaban divorciados. Luego, cuando la confianza entre nosotros creció, la versión fue que el padre era alguien que viajaba mucho y que casi nunca estaba en casa. Después, con el tiempo, vino la verdad: su padre era un líder político guatemalteco, que vivía en México de manera clandestina. La confesión fue un balde de agua fría. Yo, una mexicana como cualquier otra, ¿qué iba a hacer involucrada con personas que tenían que ver con la guerrilla guatemalteca?

Finalmente, con ocasión de una comida para celebrar el cumpleaños de Rosales, conocí a su padre. Entré al pequeño departamento y allí, entre violetas y una mesa en la que había pollo en miel, estaba el mismo señor que yo vi en Ciudad Universitaria.

Al atravesar la puerta del pequeño departamento, el señor de pelo blanco se levantó de su silla, se acercó hacia mí, tomó mis manos y luego me dio un abrazo. Sus manos eran tan suaves que me sorprendí. Con voz pausada me dijo que era un gusto conocerme. Yo no sabía qué decirle a ese hombre. Era tanto mi asombro, que no me salían las palabras pues no todos los días se encuentra uno con el líder de una fuerza política como la que él dirigía.

Al platicar con él y ver que se interesaba en lo que yo decía y comentaba, me hizo sentir importante. Su atención estaba en mí. No se habló de él. Al contrario, se mostró interesado en conocer a la novia de su hijo.

Tres años después de iniciar nuestro noviazgo, me casé con Rosales y nos fuimos a vivir al departamento de sus papás. Todos los días mi suegro me saludaba como si no nos hubiéramos visto en mucho tiempo. Siempre tenía un abrazo y siempre se interesaba en saber cómo estaba yo y cómo me sentía.

Poco tiempo después todo fue vertiginoso. Un camino nuevo se vislumbraba en Guatemala. Ricardo era parte importante del proceso de paz de su país y toda la familia Rosales emprendió el regreso.

La carga emocional e histórica que rodeaba a esta familia me incluía ahora a mí. Para mí todo era nuevo. Y era difícil adaptarme a ese mundo del cual yo no conocía absolutamente nada.

Ya en Guatemala, a Ri lo conocí como Carlos Gonzáles, el miembro de la Comandancia General de URNG. Él era un hombre con múltiples ocupaciones y compromisos. Sin embargo, siempre tuvo un espacio para mí. A él le preocupaba que yo estuviera bien, que yo pudiera desarrollarme en todos los sentidos. Y cada uno de mis logros él los reconocía. Cuando mis hermanas llegaron a visitarme a Guatemala desde México, también estuvo al tanto de que no les faltara nada.

El hombre que se escondió de mí para no revelar su identidad en Ciudad Universitaria, el Carlos Gonzáles signatario de los Acuerdos de Paz para Guatemala, el Ricardo Rosales Román diputado al Congreso de la república, es para mí simplemente Ri, un hombre generoso y bueno.

No hay comentarios:

Publicar un comentario