jueves, 22 de enero de 2009

Abriendo candados


Espartaco Rosales

Amanece, como siempre —o casi siempre—, el cielo está azul, transparente. Sin embargo, hoy es un día distinto. Esta vez mi padre me llevará a la escuela. Él y yo, los dos solos. Juntos, tomados de la mano. Él con su paso seguro y firme. Yo con las vacilaciones de mis ocho años, con la sonrisa de lo nuevo y con la emoción de lo que es irrepetible.

Caminamos a su paso. Me resulta difícil pero no me quejo. Más bien es un reto, me hace pensar que un día seré tan alto como él, mis zancadas serán igual de largas y precisas, podré ir a donde quiera con solo desearlo...

Pero hoy vamos juntos, de la mano. La de él es suave, ¡tan suave! Cuando acaricia mi rostro, la fragilidad de su piel, su textura de flor, de primavera, me da idea de ternura y me lleva a sonreír, a ser feliz. Hoy vamos de la mano y avanzamos por un rumbo nuevo, desconocido. Con mi madre y mi hermano, siempre esperamos la camioneta, la abordamos. Bajamos en la décima calle y caminamos.

Con él, el camino siempre es distinto, no hay repeticiones. A veces por aquí, de pronto por allá. Esta vez pasamos por el Mercado Central.

—Vea los candados, son antiguos e infranqueables —me dice.

Abro mis ojos de ocho años y veo esas piezas de museo y gran tamaño. Pienso en las llaves.

—¿Cómo serán las llaves? —lo cuestiono. Él me mira y se sonríe. Me alborota el pelo con sus manos suaves y me dice que caminemos.

De pronto un carro amarillo se detiene a nuestro lado.

—¡Qué casualidad! —le dice mi papá al conductor mientras lo saluda afectuosamente. El piloto ofrece llevarnos y aceptamos. ¿Cómo iba yo a saber que esto había sido planeado por mi padre? ¿Por qué debía suponer que al mirar los candados él vigilaba? ¿Cómo sospechar que él se afligía al pensar que algo pudiera ocurrirnos aquel día?

Yo y mi emoción infantil de ocho años. Él y la aflicción de saberse perseguido, de saber que en algún archivo, en alguna oficina, en las manos de algún esbirro estaba su nombre y la orden de buscarlo, la necesidad de encontrar al militante comunista, a mi padre.

Mi padre y yo de la mano, caminando por el Mercado Central de la ciudad de Guatemala. Él pendiente de todo. Yo soñando con el futuro, disfrutando una mañana clara y transparente, abriendo candados de tamaños gigantescos y preguntando por una llave, justo la que utilizó mi padre ese día cuando suavemente abrió una puerta, una ventana, una luz, mi corazón.

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