Carlos Guillermo Herrera
—Te presento al periodista Carlos Rosales, el Chucho —me dijo una tarde mi papá, quien era tipógrafo y había conocido a aquel muchacho en el ya desaparecido Nuestro Diario.
—¿Usted es algo de Ricardo Rosales Román? —le pregunté mientras estrechaba su mano.
—Es mi hermano menor, ¿de dónde lo conocés? —me respondió Carlos e iniciamos una conversación que duró horas.
Al llegar al instituto empecé a promover entre los compañeros el apodo de Chucho para Ricardo, quien hasta entonces era conocido como el Seco Rosales.
Ricardo —a quien yo había empezado a conocer a través de su hermano— formaba parte de un grupo de estudiantes en el que destacaban Otto René Castillo, Carlos Enrique Centeno y Rogelio Azurdia. Era un núcleo de jóvenes interesados en el estudio, el deporte y el jolgorio pero que asignaban un espacio importante de su tiempo a otras inquietudes de carácter literario y político.
Hay un viejo retrato en el que aparecen varios de aquellos muchachos imberbes. Ricardo está sonriente, al frente de la fila. Teníamos unos 15 años. La Revolución del 44 estaba en pleno auge y era terreno fértil para aquellos jóvenes con inquietudes más allá de las comunes. Las asambleas, las discusiones sobre los asuntos escolares y la conformación de autogobiernos estudiantiles en las escuelas eran práctica común.
Y fue entonces, en aquellos años en los que apenas dejábamos la adolescencia, cuando Ricardo fue electo presidente de la Asociación de Estudiantes del Instituto Nacional Central para Varones. A partir de allí, su carrera política nunca se detuvo.
Atraído por aquellos muchachos, poco a poco me fui integrando al grupo. Era apasionante ver cómo en ese espacio se discutían temas de la realidad nacional y se comentaban textos literarios. Empecé a escuchar sobre autores y obras que no correspondían necesariamente a los señalados en los programas de los cursos formales. Walt Whitman, César Vallejo, Emanuel Kant, Miguel Ángel Asturias, Flavio Herrera, Arévalo Martínez, Huberto Alvarado, Werner Ovalle López y muchos otros, se convirtieron en fuentes de conocimiento y conversación para nosotros.
Los temas eran tratados con vehemencia. Y siempre tuve claro que cuando Ricardo tomaba la palabra lo hacía con mucha seriedad y dando muestras de su capacidad de análisis y de lo bien informado que estaba. Lo curioso es que ahora, cuando lo oigo hablar, siempre recuerdo al muchacho de aquellos años, como si sus 70 años fueran una estadística que se puede poner en duda.
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