miércoles, 25 de junio de 2014

A media semana



Aquel aciago domingo
de 1954


Mi inquietud por participar en política se patentizó cuando cursaba el segundo año de bachillerato en el Instituto Nacional Central para Varones (INCV). Corría el año de 1949. Otros compañeros estaban ya comprometidos. Fue ‒gracias a ellos‒ que, dos años después, tuve claro y tomé conciencia que nuestro país estaba a las puertas de una etapa de profundización de lo conseguido durante el gobierno del Presidente Juan José Arévalo (1945‒1951).

La campaña electoral y el programa del entonces candidato presidencial, coronel Jacobo Árbenz Guzmán, su contundente victoria electoral y el discurso de toma de posesión del 15 de marzo de 1951, me confirmó que no había razón para permanecer al margen de lo que acontecía en el país. En 1953, a cinco estudiantes del INCV, el Partido Guatemalteco del Trabajo (PGT), nos aceptó la solicitud de ingreso. En diciembre, el camarada Bernardo Alvarado Monzón, en el comité de base Tecún Umán, nos entregó el carnet de militantes.

A 60 años de la renuncia del Presidente Arbenz, viene a mi memoria algo de lo que me correspondió cumplir a partir de que se supo que estaba en marcha la invasión mercenaria a nuestro país.

Como integrante de Alianza de la Juventud Democrática (AJD) y del Frente Universitario Democrático (FUD), formé parte de las Brigadas Juveniles de Defensa de la Revolución. Se nos dio “entrenamiento y preparación militar” en la Base de La Aurora.

Quienes recibimos aquél “entrenamiento”, sólo disponíamos de un fusil. El alumno de la Politécnica a quien sus superiores le encargaron la “tarea”, nos dijo que sería así como nos familiarizaríamos con las armas, su conocimiento y manejo. Los ejercicios no pasaban de ser ensayos de disparos simulados de pié o rodilla en tierra y, pecho en tierra y fusil en mano, arrastrarnos entre inexistentes alambradas de púas. Cuando la alarma anunciaba un posible “bombardeo”, nos teníamos que proteger al borde del barranco a riesgo de caer en las aguas negras que corrían al fondo. No se nos adiestró en ningún tipo de maniobras ni operaciones de ataque y defensa.

El 27, sorpresivamente, se nos desmovilizó. La traición de un puñado de militares a la Revolución y al Presidente, estaba consumada. En la noche, el Coronel Arbenz renunció.

A las 21 horas de aquél domingo, me avoqué a la sede de mi comité de base. Su primer secretario me dio las primeras indicaciones de seguridad, convenimos los contactos con dos miembros del comité, la reorganización de nuestra militancia y la distribución de tareas.

Quien se incorpora a la política, legitima el compromiso adquirido por su lealtad y consecuencia en momentos de auge y ascenso de la lucha como en momentos de reflujo y descenso, adversidad y reveses, incertidumbre y desconcierto. Cualquier forma de acomodamiento político o ideológico, pervierte, corrompe y, más aún, si se reniega de lo hecho o dicho. Es lo que jamás habría escuchado de camaradas de la talla de Bernardo Alvarado Monzón, Huberto Alvarado, Víctor Manuel Gutiérrez, Hugo Barrios Klee o comandantes históricos como Luis Augusto Turcios Lima y Rolando Morán.

Hoy, en el Día del Maestro, tengo presente, además, que otro domingo, el 25 de junio de 1944, fue asesinada por la policía ubiquista la maestra María Chinchilla.

miércoles, 11 de junio de 2014

A media semana



La chispa que encendió
la pradera


A finales de 1943 era difícil que alguien se pudiera imaginar que el dictador Jorge Ubico dejara de gobernar (14 de febrero de 1931 ‒ 1 de julio de 1944) y, peor aún, que se atreviera a decirlo o comentarlo con sus amigos. Las paredes tienen oídos, se decía a hurtadillas. Y, en efecto, era así. En una tertulia de más de dos, había que sospechar que el tercero fuera oreja al servicio de la dictadura.

Orwell no había escrito su ahora nuevamente famoso 1984, y qué lejos estaría de imaginarse que en un país centroamericano un tirano de botas de charol, guerrera de gala e insignias relucientes, quepi con galones de General, vigilaba lo que pasaba en el más recóndito lugar del país, estuviera en todas partes y al tanto de lo que le informaran que había sucedido y dicho el día anterior. Esto, tal vez, haya quien piense que se trata de una exageración. No. Así fue como se gobernó durante 13 años, cuatro meses y 16 días de tiranía militar y feudal del entonces partido gobernante, el Liberal Progresista.

Durante algún tiempo me pregunté cómo fue posible que un tirano del talante de Ubico renunciara a su cargo después de haberlo detentado durante tanto tiempo (en una primera oportunidad fue “electo” y en dos sucesivas, “reelecto”). La tercera reelección, se le frustró. Me preguntaba, además, en qué situación y condiciones pudo suceder aquello y cuál podría haber sido la chispa que encendió la pradera y terminó poniéndole fin a una gestión que ‒aún ahora‒, haya quienes añoran y desearían que algo parecido pudiera repetirse en nuestro país.

En cuanto a la chispa que encendió la pradera, todo indica ‒espero no estar equivocado‒ que fue su inopinado propósito de reelegirse por tercera vez para un mandato que habría de terminar el 15 de marzo de 1949. Según se sabe, algunos de sus colaboradores y amigos, incluyendo a su médico de cabecera, consideraban imprudente su propósito de reelegirse una vez más a sabiendas que la situación y condiciones ya no eran propicias ni favorables.

El dictador sintió que “la silla presidencial se le empezaba a mover”. Al enterarse del Memorial de los 311 solicitándole que se restablecieran las garantías constitucionales suspendidas en junio de 1944, se principió a tambalear. La manifestación del magisterio, los estudiantes y obreros del 25 de junio de 1944, marca el punto más alto del descontento social y popular en la capital, es violentamente reprimida y asesinada la maestra María Chichilla. La del día siguiente, es una demostración de generalizada y masiva indignación. La demanda que se expande y desespera al dictador, es la petición de su renuncia.

En una situación así y, en esas condiciones, el tirano se ve obligado a dimitir y, el 1 de julio de 1944, “confía”, los asuntos de Estado a un triunvirato ubiquista compuesto por los Generales Federico Ponce Vaides, Buenaventura Pineda y Eduardo Villagrán Ariza.

Reelegirse, prolongar el período presidencial o tratar de perpetuarse en el poder termina ‒al fin de cuentas‒, con el derrocamiento hasta del más aparentemente insustituible gobernante o con ínfulas de serlo. Le sucedió a Carrera (1848), le costó la vida a Reyna Barrios (1898), el cargo a Estrada Cabrera (1920) y, hace 70 años, a Jorge Ubico Castañeda.

miércoles, 4 de junio de 2014

A media semana





De las amenazas latentes al peligro real



Los portavoces, operadores y ejecutivos de la élite oligárquica tradicional, los medios a su servicio y los tanques pensantes urbanos, desearían convencer a los demás cuando insisten en asegurar que la mayoría de la población guatemalteca es conformista, indiferente, apática, pesimista, que nada le importa lo que está sucediendo en el país.

Si ello fuera así, ¿qué explicación y sentido tendrían la movilización y luchas en el interior del país contra las mineras e hidroeléctricas, el monocultivismo neo colonizador, contaminante, depredador, el desalojo de tierras y criminalización de la protesta social? ¿Y qué explicaría que el descontento y la lucha social y popular se desplace y se extienda en el campo y que sea allí en donde la indignación y el descontento organiza, une y moviliza a amplios sectores del campesinado y de los pueblos indígenas?

En el medio urbano y, más concretamente, en la capital, si alguna culpa se le puede achacar a la población, es ser víctima de la trampa que el poder dominante ha ideado para que se vea y considere que todo está bien, que nada hay que cambiar ni hay por qué ni para qué hacerlo. Es ese perverso empeño de ‒mentirosamente, por supuesto‒, hacerle creer a la gente que son más los riesgos y peligros que se corren ante lo incierto e indefinido (los cambios de fondo que el país necesita) a que si se sigue como se está.

En la medida que el poder gobernante y la institucionalidad se desgastan y agotan, se crean las condiciones que hacen posible que la indignación, la inconformidad y el descontento se generalicen, amplíen y fortalezcan. Es lo que está pasando, en forma diferenciada y, con sus propias características, tanto en el campo como en la ciudad.

En el período que se inicia en 1986, el orden constitucional ‒además de precario, frágil y vulnerable‒, ha estado amenazado, permanentemente, por rupturas abiertas o subrepticias.  En 1993, de la amenaza, se pasó a la consumación. Aunque la intentona de Serrano se haya desarticulado y restablecido el orden constitucional, la situación en nada cambió y las cosas siguen igual o peor.

Más recientemente, el 5 de abril, una vez más, surge el peligro real de una ruptura que, de consumarse, institucionalizaría la reelección presidencial y prolongaría el período gubernamental del partido oficial, de los diputados, alcaldes, magistrados de la Corte Suprema de Justicia, Salas de Apelaciones y Corte de Constitucionalidad.

La experiencia enseña y la historia es de lo más ilustrativa: cuando el ejercicio del poder intenta prolongarse (o alguien trata de reelegirse o perpetuarse en él), para los gobernados, la situación puede que se torne inaguantable y más cuando es evidente que los de arriba dejan de estar en condiciones de seguir gobernando como lo venían haciendo y, los de abajo, no están dispuestos a soportar que las cosas sigan así.

En consecuencia, que a nadie sorprenda que ‒a partir de lo que se adelantó en la concentración oficial de Escuintla en abril a lo que queda de este año‒, lo inimaginable pueda suceder y que el escenario más probable sea el de la batalla entre lo viejo que se resiste a desaparecer y lo nuevo que está por despuntar.