De cómo también el gobierno
distrae la atención de la población
No sé si quienes lean esta columna estén enterados, o
se hayan dado cuenta, de que en las semanas más recientes, en los medios
escritos de comunicación y en los canales de televisión, se satura a la
población con una engañosa y perversa campaña publicitaria mediante la cual las
multinacionales de la alimentación chatarra tratan de cautivar aún más a sus
reales y potenciales clientes. Se trata de la guerra de las hamburguesas, y
cuya publicidad es de lo más costosa, insultante y tramposa.
McD, asegura que las suyas son de 5.5 onzas de jugosa
carne de res --de la mejor-- a la que se le agrega queso, cebolla morada,
pepinillos y tocino y si el glotón comensal --en riesgo de obesidad o ya con
sobrepeso-- quiere, le puede poner barbacoa con un toque de chile chipotle. W’s, publicita que sus hamburguesas son
de carne más gruesa y fresca, no congelada y acabada de cocinar a la parrilla.
Vaya usted a saber si lo uno y lo otro es cierto o no.
Lo cierto es que de esa manera es como se distrae la
atención de la población con algo de lo que se puede prescindir, no alimenta ni
nutre. La publicidad es --por su objetivo y propósitos-- un instrumento que en
una sociedad globalizada magnifica la competitividad, el consumismo, el lucro,
moldea el comportamiento y modo de ser de las personas, oferta la ilusión de
que se está en el reino de la abundancia, la opulencia, el boato y, como tal,
distrae.
Con la administración pública sucede otro tanto igual.
En estos primeros seis meses de gobierno, el presidente Pérez ha optado por
lanzar dos o tres iniciativas con las que se trata de distraer la atención de
la opinión pública, que ésta no sepa ni esté al tanto de cómo está realmente el
país y las contradicciones, dificultades y problemas que no permiten que los
asuntos de Gobierno y del Estado marchen como se ofreció durante la campaña
electoral.
La iniciativa a favor de la despenalización de las
drogas, nació muerta. En lugar de prestigiar al gobierno, lo aisló
internacionalmente. En lo nacional, no tuvo eco ni apoyo. Todo indica que la
diplomacia guatemalteca no midió los alcances y consecuencias de una tan
precipitada iniciativa, no bien fundamentada ni pensada ni suficientemente
cabildeada.
Tampoco alcanzó a medir o pasó por alto que para la
Casa Blanca el combate al narcotráfico, al crimen organizado y al terrorismo
internacional no tiene otra solución que no sea la que pasa por la guerra y el
control de la población. Y no es porque un gobierno militar como el del Partido
Patriota no esté viendo y no esté haciéndolo así.
Washington, en cuestiones de su seguridad nacional, no
tolera ni admite la más mínima disidencia o una imprudente e inexplicable
desalineación o que se le diga cómo proceder en asuntos que considera de su
única y exclusiva incumbencia y, menos, si es por parte de un gobierno al que
ve y tiene como uno más de los pocos incondicionales aliados que le quedan en
el Continente.
En el caso de las reformas a la Constitución pasa lo
mismo. Es una iniciativa que en lugar de fortalecer al gobierno lo debilita,
aísla y no es con ella que se va a resolver la prolongada y cada vez más
agravada crisis económica, social, política e institucional y los conflictos
sociales en el campo y la ciudad.
Ya lo decía la semana pasada y lo insisto ahora. En lo
institucional, el Estado guatemalteco es un Estado débil, subsidiario y, en
consecuencia, limitado en su capacidad de gestión y ejecución. A ello agrego
que el neoliberalismo lo asume como un Estado administrado gerencialmente; es
decir, como si se tratara de una empresa, un consorcio, una corporación o algo
parecido.
Téngase presente que en el pasado reciente hubo
gobernantes que procedieron como si se tratara de administrar una finca (2004 –
2008) o una empresa (1996 – 2000) de su propiedad o de jefear un cuartel bajo su mando (1954 – 1966 y 1970 – 1986). Por
supuesto, no faltan los que estén deseando que así fuera y muchos los que
opinan que así está siendo ya.
Las hasta ahora conocidas propuestas del gobierno no
permiten ni hacen posible institucionalizar un Estado fuerte, financieramente
solvente, moderno, incluyente, en condiciones de cumplir sus atribuciones en
interés del pueblo y la nación, lograr el desarrollo y el progreso, el
bienestar, la equidad y la justicia social.
Se está muy lejos, además, de reconocer los derechos e
identidad de los pueblos indígenas y legitimar a la nación guatemalteca como
una nación multiétnica, pluricultural y multilingüe, fortalecer el poder civil,
redefinir el papel del Ejército e instaurar una democracia real, funcional y
participativa, como corresponde al contenido sustantivo e integral, el espíritu
y la letra de los Acuerdos de Paz.
En todo caso, no está
claro lo que en realidad hay detrás de lo que formalmente se propone reformar. De
lo que no se duda es que con ello no se beneficia al país, al pueblo, a la
nación.