El hermano mayor
Para la madre y el padre, el advenimiento del primer
hijo es motivo de regocijo. Marca el comienzo de lo que más se anhela: ser
padre y ser madre y la irrenunciable responsabilidad de que el recién llegado
crezca y sea alguien de bien. El primer hijo resume la dicha de la maternidad y
la paternidad y, a su vez, los cuidados y atención de la madre y del padre ante
quien acaba de nacer. Así es como imagino la felicidad de mi papá y de mi mamá
cuando nació Gustavo, mi hermano mayor, aquél miércoles primero de agosto de
1923, y la responsabilidad, para ambos, a partir de entonces.
En una familia, al hermano mayor le corresponde un
lugar singular: su condición de primogénito se lo demanda. Por un lado, ante el
padre y la madre y, por el otro, ante los hermanos. Ante los padres, el hijo
mayor sabe que ellos cifran en él sus esperanzas y se esmeran y trabajan para
que lo que debe llegar a ser y lograr sea para su bien y para el bien de los
demás. Se trata de que logre lo que se propone.
Para los hermanos, al mayor se le ve como ejemplo y es
con el paso del tiempo que se llega a tener conciencia y claridad acerca de sus
cualidades, atributos, rasgos y características. Para los hermanos menores lo
que hace el mayor tiene siempre significación e importancia en tanto contribuye
y ayuda a conformar el carácter y la conducta de cada uno, sus rasgos y
características, cualidades y atributos.
Mi padre y mi madre supieron y lograron inculcar en el
hijo mayor los rasgos y características propias de quien habrá de asumir con
responsabilidad y seriedad lo que hace y se propone, la disciplina y dedicación
en el estudio y en el trabajo, la honestidad y rectitud. Lo que se hace, cómo
se hace, para qué se hace y por qué se hace, es lo que cuenta.
Los hermanos menores así lo entendimos y ello, a su
vez, nos ayudó a conformar nuestro modo de ser y de comportarnos. En la casa,
nuestro padre fue capaz de enseñarnos a enfrentar las dificultades con decisión
y entereza; asumir con responsabilidad todo lo que nos correspondiera hacer.
Nuestra madre, fue cobijo y ternura, dulzura y comprensión, oportuno consejo y
ayuda imprescindible. Por parte de ambos, fueron pródigos en sus cuidados y
atenciones.
Gustavo, mi hermano mayor, falleció este viernes 29 de
noviembre. Una de sus hijas le refirió a Ana María y me lo dijo también a mí
que falleció con la tranquilidad de quien supo llevar una vida ejemplar. Alguna
vez me dijo que se sentía feliz y bien porque desde muy joven fue de los que se
propuso encontrar en la Palabra de Dios el camino de la Fe y la Devoción y en
Jesucristo a su Único y Personal Salvador. A mí me parece que lo logró y fue la
fuente poderosa e inagotable que le permitió compartir con los demás su
Ministerio de Fe.
Él, a su vez, supo respetar mis ideas y a lo que me he
dedicado sin descanso ni fatiga. Supo, además, ser ante mis padres el hijo
mayor del que siempre se sintieron orgullosos. Hermanos hubiéramos sido cinco.
Helenita, a quien sólo el hermano mayor conoció, falleció en 1927. Mi hermano
Carlos y mi hermana Rosa Lidia (ambos ya fallecidos) y yo, supimos apreciar en
el hermano mayor todo lo que nuestro padre y nuestra madre le lograron inculcar
y lo que él llegó a lograr con su esfuerzo y tenacidad.
En nombre de mi familia y en el mío propio agradezco
las muestras de solidaridad recibidas a partir del día que se supo de su
deceso. A usted, don Mario Pérez, en especial, le puedo confirmar que
efectivamente quien falleció recientemente fue su amigo telegrafista Gustavo
Rosales Román, mi hermano mayor a quien, además, por el desempeño con que se
dedicó a la profesión que escogió, le admiré y aprecié.
Hay muchas razones más por las que Ana María, nuestros
hijos y yo, lo tendremos presente y recordaremos siempre…, siempre…, siempre…
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