viernes, 19 de diciembre de 2014

A media semana



El hermano mayor

Para la madre y el padre, el advenimiento del primer hijo es motivo de regocijo. Marca el comienzo de lo que más se anhela: ser padre y ser madre y la irrenunciable responsabilidad de que el recién llegado crezca y sea alguien de bien. El primer hijo resume la dicha de la maternidad y la paternidad y, a su vez, los cuidados y atención de la madre y del padre ante quien acaba de nacer. Así es como imagino la felicidad de mi papá y de mi mamá cuando nació Gustavo, mi hermano mayor, aquél miércoles primero de agosto de 1923, y la responsabilidad, para ambos, a partir de entonces.

En una familia, al hermano mayor le corresponde un lugar singular: su condición de primogénito se lo demanda. Por un lado, ante el padre y la madre y, por el otro, ante los hermanos. Ante los padres, el hijo mayor sabe que ellos cifran en él sus esperanzas y se esmeran y trabajan para que lo que debe llegar a ser y lograr sea para su bien y para el bien de los demás. Se trata de que logre lo que se propone.

Para los hermanos, al mayor se le ve como ejemplo y es con el paso del tiempo que se llega a tener conciencia y claridad acerca de sus cualidades, atributos, rasgos y características. Para los hermanos menores lo que hace el mayor tiene siempre significación e importancia en tanto contribuye y ayuda a conformar el carácter y la conducta de cada uno, sus rasgos y características, cualidades y atributos.

Mi padre y mi madre supieron y lograron inculcar en el hijo mayor los rasgos y características propias de quien habrá de asumir con responsabilidad y seriedad lo que hace y se propone, la disciplina y dedicación en el estudio y en el trabajo, la honestidad y rectitud. Lo que se hace, cómo se hace, para qué se hace y por qué se hace, es lo que cuenta.

Los hermanos menores así lo entendimos y ello, a su vez, nos ayudó a conformar nuestro modo de ser y de comportarnos. En la casa, nuestro padre fue capaz de enseñarnos a enfrentar las dificultades con decisión y entereza; asumir con responsabilidad todo lo que nos correspondiera hacer. Nuestra madre, fue cobijo y ternura, dulzura y comprensión, oportuno consejo y ayuda imprescindible. Por parte de ambos, fueron pródigos en sus cuidados y atenciones.

Gustavo, mi hermano mayor, falleció este viernes 29 de noviembre. Una de sus hijas le refirió a Ana María y me lo dijo también a mí que falleció con la tranquilidad de quien supo llevar una vida ejemplar. Alguna vez me dijo que se sentía feliz y bien porque desde muy joven fue de los que se propuso encontrar en la Palabra de Dios el camino de la Fe y la Devoción y en Jesucristo a su Único y Personal Salvador. A mí me parece que lo logró y fue la fuente poderosa e inagotable que le permitió compartir con los demás su Ministerio de Fe.

Él, a su vez, supo respetar mis ideas y a lo que me he dedicado sin descanso ni fatiga. Supo, además, ser ante mis padres el hijo mayor del que siempre se sintieron orgullosos. Hermanos hubiéramos sido cinco. Helenita, a quien sólo el hermano mayor conoció, falleció en 1927. Mi hermano Carlos y mi hermana Rosa Lidia (ambos ya fallecidos) y yo, supimos apreciar en el hermano mayor todo lo que nuestro padre y nuestra madre le lograron inculcar y lo que él llegó a lograr con su esfuerzo y tenacidad.

En nombre de mi familia y en el mío propio agradezco las muestras de solidaridad recibidas a partir del día que se supo de su deceso. A usted, don Mario Pérez, en especial, le puedo confirmar que efectivamente quien falleció recientemente fue su amigo telegrafista Gustavo Rosales Román, mi hermano mayor a quien, además, por el desempeño con que se dedicó a la profesión que escogió, le admiré y aprecié.

Hay muchas razones más por las que Ana María, nuestros hijos y yo, lo tendremos presente y recordaremos siempre…, siempre…, siempre…

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