Lucha social y popular:
riesgos, amenazas y perspectivas
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Cuando
se conocieron los resultados de la segunda vuelta de votaciones del año pasado,
una ilusoria sensación de seguridad y tranquilidad pareció expandirse entre
buena parte de la población. Esa podía haber sido la percepción urbana a raíz
del arribo al poder del candidato que prometió gobernar con mano dura y, en el
imaginario del capitalino conservador, el retorno al pasado dictatorial,
represivo, contrainsurgente.
No era de extrañar, entonces, que hubiese quienes
apostaran a un posible repliegue --consciente o inconscientemente--, de la
lucha social y popular y de que se pudieran dar --entre más de alguna
dirigencia sindical y el gobierno “electo”--, probables entendidos, tácitos o
expresos, a fin de dejar, para más adelante, la “solución” de sus demandas que,
con tanta beligerancia y urgencia, venían planteando.
El repliegue no se ha dado y lo que sí se dio es el
entendimiento entre el gobierno y algunos dirigentes del magisterio y de los
trabajadores de la salud.
La situación y condiciones del país y sus antecedentes
inmediatos y lejanos, los problemas económicos, sociales y políticos acumulados
y no resueltos, más la dinámica propia de los conflictos sociales, no permite
ni la contención ni el repliegue de la lucha de los obreros organizados o no,
los trabajadores del Estado, los dependientes de comercio y otros servicios,
los jubilados, desocupados y desempleados y quienes se dedican a la economía
informal.
Mucho menos y por supuesto, de la lucha de los
campesinos por la tierra y contra los desalojos, la represión y asesinatos en
el campo y de los pueblos indígenas por el respeto a sus derechos y a su
identidad multiétnica, pluricultural y multilingüe; la de los estudiantes de
post-primaria por una educación de calidad y no autoritaria, de quienes
defienden los recursos naturales y se oponen a la minería a cielo abierto, el
deterioro del medio ambiente, las concesiones y usufructos a las
transnacionales, la privatización y desincorporación de bienes del Estado y la
lucha de los pobladores por un terreno propio y una vivienda digna. Esto, por
un lado.
Por el otro, aunque ya me referí al Estado policíaco y
la militarización del país, no está demás agregar que oficialmente se ha dicho
que se trata de planes destinados a combatir el contrabando, el crimen
organizado, el narcotráfico, el tráfico de personas y el trasiego de armas. Sin
embargo, algo más hay detrás de todo ello.
No es necesario hilar muy fino para percatarse de que
se trata de planes diseñados a efecto de que las fuerzas policíacas y
militares, de seguridad e inteligencia, estén en condiciones de, a la vez de
intimidar e infundir terror a la población, prevenir cualquier manifestación de
descontento y, en caso “necesario”, reprimirla, como ya sucedió el 1 de mayo
contra los habitantes de Santa Cruz Barillas, el asesinato de Andrés Francisco
Miguel y la implantación del Estado de Sitio; el 2 de julio, contra los
estudiantes de post primera en el Parque la Industria de la capital; el
desalojo violento, el 15 de agosto, de los pobladores del asentamiento “Jacobo
Arbenz” aledaño al cuartel Matamoros de la zona 5 capitalina; y, más
recientemente, el viernes pasado, contra los normalistas y maestros durante los
bloqueos a varios tramos carreteros del occidente del país.
En lo internacional, la situación no está exenta de
riesgos y amenazas. Según lo afirmó el pasado domingo 2 el presidente
boliviano, Evo Morales, además de que los militares estadounidenses comandan a
las fuerzas armadas de Colombia, “Estados Unidos tiene emplazada una base
militar en dicho país” (LaJornada,
México, 3 de septiembre de 2012).
De acuerdo a lo informado el mismo día por este
rotativo, “mediante programas de ayuda”, Estados Unidos incrementa en México la
presencia de sus agentes de prácticamente todas sus oficinas de seguridad, “sin
que hasta el momento se conozca de manera pública su número, procedencia y
situación migratorio”.
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