De lo que no se olvida,
y compromete
Nos decía el maestro Flavio Herrera a quienes en 1956 asistíamos a su clase de Literatura en la facultad de Derecho de la Universidad de San Carlos, que lo que cuenta cuando se está ante una pintura, un retrato, una escultura, un monumento, un libro, un paisaje o una melodía, es “el ramalazo”. Desde entonces, sé que el ramalazo equivale a la capacidad de asombro, de sorprenderse e impresionarse que se experimenta ante lo que por primera vez se ve, se lee, se aprecia, se escucha o se vive. Del ramalazo, depende lo que imperecederamente queda: no se olvida.
Para mí, no fue difícil entender lo dicho por el maestro. En años anteriores ya lo había experimentado. Lo experimenté cuando por primera vez pude sentir esa emoción ante dos esculturas y un monumento de la época revolucionaria de octubre del 44, al ver algunas de las primeras películas soviéticas que se exhibieron aquí, al leer los primeros libros a los que me adentré con la voracidad del lector principiante, al escuchar hermosas sinfonías y conciertos o al tener la oportunidad de disfrutar el goce ante pinturas y grabados impresionantes.
De ello se deduce que lo que a uno lo sobrecoge, le sorprende y lo impacta queda para siempre y, aún con el paso del tiempo, la experiencia se repite una y otra vez con renovada emoción e intensidad.
Mi experiencia me dice que con los años, más que envejecer, se madura, se aprende a vivir y a convivir, a amar aún más lo que se ama, a recordar en presente lo vivido (aunque se tenga que escribir o decir en pretérito), y aproximarse al futuro sin hacerse a la idea de que lo bueno y mejor está a la vuelta de la esquina. La desesperación y las precipitaciones no son buenas consejeras, como tampoco lo es sentarse a esperar que los cambios se den por lo que otros dicen que hacen.
Suponiendo que el pasado ya no marca ni sirve de brújula para lo que se hace hoy y tiene que hacerse en el futuro, qué penoso ha de ser para el que abjura de lo que fue y de lo que hizo, tener que cargar con semejante estigma. No otra cosa le espera al que traspasa los límites de la dignidad, el decoro, la consecuencia y lealtad revolucionaria, del revolucionario de verdad.
En todo caso, la estructura económico-social de un país, las contradicciones antagónicas y no antagónicas tanto como las luchas que de ello se derivan, no las determinan el doctrinarismo del inventor de categorías y caracterizaciones que (con un lenguaje rebuscado, escrito y hablado) se aleja cada vez más de la realidad, de las condiciones y circunstancias en que se dan los hechos y su entorno. Tampoco es determinante la opinión de quien tergiversa la historia y los acontecimientos. La realidad no se inventa: se explica e interpreta, para transformarla revolucionariamente. La realidad, además, no admite conjeturas ni ocurrencias.
Viene al caso lo anterior porque en nuestro país se está en un momento en que para explicarlo e interpretarlo correctamente se requiere de objetividad y mucha seriedad. Es cierto que en el pasado (en el curso de la lucha clandestina, revolucionaria y popular) se cometieron errores, errores que no dejan de serlo sino a partir del momento que se toma conciencia de ellos, se adoptan las decisiones para corregirlos y, lo más importante, se crean las condiciones y toman las medidas para no volver a incurrir en ellos. Los errores de apreciación y percepción, no deben repetirse ahora: son de los más graves.
Quizá sea por eso que después de lo arriba escrito se me ha hecho tan patente y real la emoción e intensidad con que hay que enfrentar lo nuevo o lo que se presenta como “nuevo” y, a partir de ahí, seguir desarrollando y enriqueciendo la capacidad de asombro, de sorprenderse e impresionarse para percibirlo y situarlo en su justa dimensión y alcances. Se trata de que lo visto y hecho, apreciado y disfrutado, sea permanentemente renovado y conservado para que sea imborrable, y lo sufrido y padecido, fortalezca.
En lo personal y políticamente lo que también me compromete es compartir toda una vida de luchas, afanes, ideales y propósitos con Ana María. Se lo decía el lunes, con ocasión de su cumpleaños. Las respectivas percepciones que tenemos de la vida, de los deberes y propósitos, de los ideales y afanes compartidos, es lo que nos permite y hace posible pasar revista, objetivamente, a lo vivido durante más de 53 años de conocernos.
Por lo que a ella corresponde y en lo que a mí respecta, lo que nos une e identifica es el deliberado compromiso y deber común con nuestro pueblo y nuestro país, y con los demás pueblos y países hermanos en lucha por un mundo mejor. Es por eso que no tengo por qué dejar de saludarla (sabiéndolo como lo sé que es algo tan personal), ahora que comienza un año más de una vida de lo más productiva y útil, amorosamente creativa y, para mí, además, ejemplar.
Citando a Benedetti, puedo decirle que “somos mucho más que dos”; y con palabras de Marx, que nada de lo humano nos es ajeno. Ello, lo sabemos, nos compromete aún más.
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