Fotografìa de Julio Quan
Ricardo Rosales Román, mi padre, había cumplido apenas 40 años cuando, en diciembre de 1974, fue electo Secretario General del Comité Central del Partido Guatemalteco del Trabajo, PGT. Sin cumplir 10 años todavía, yo no sabía lo que él hacía ni los riesgos que corría cada día. Él vivía en las sombras, en la clandestinidad absoluta. Debido a sus ausencias cotidianas, a mí me emocionaba cuando, de pronto, sin previo aviso, aparecía en nuestra casa y acariciaba mi cabello con sus manos de flor, de primavera.
Cuando mi papá estaba en la casa en la que yo vivía con mi madre y mi hermano mayor, lo recuerdo trabajar incansablemente frente a una máquina de escribir portátil, verde. En esa pequeña máquina en la que él me enseñó los primeros ejercicios de mecanografía, mi padre transcribía resoluciones, acuerdos o comunicados del PGT, que luego serían reproducidos por miles y distribuidos sigilosamente entre militantes, amigos y simpatizantes del partido.
Por aquellos años, la guerra en el país estaba en auge y también la represión y la persecución de quienes se oponían a los gobiernos militares en turno. Era la noche en Guatemala. Y era en medio de esa oscuridad que mi padre se movía, arriesgando su vida con la intención de construir un país distinto.
Todavía recuerdo la mañana de principios de los 80 cuando, al despertar, mi madre me dijo que ese día no iría al Aqueche, en donde mi hermano Ricardo Pedro y yo estudiábamos, y que tendríamos que irnos de la casa. No comprendía nada. No quería faltar a la escuela ni tampoco quería dejar de ver a mis amigos. Sin embargo, la situación era difícil: en Aquí el Mundo, por la noche, quien leía las noticias había informado que el Secretario General del PGT (luego dio el nombre completo) se encontraba de vuelta en el país tras haber realizado una gira por distintos países socialistas… Tuve miedo.
Mientras yo trataba de entender lo que sucedía y trataba de perfilar mi forma de ver el mundo y reconocerlo, mi padre siguió trabajando incansablemente. Llegó la unidad con las distintas fuerzas guerrilleras y el esfuerzo por incorporar al partido a las tareas conjuntas de la revolución guatemalteca. El tiempo trajo, después, el proceso de negociación. Las reuniones se sucedían, la reflexión y el análisis. Recuerdo las jornadas intensas, los rostros adustos cuando algo se complicaba, las sonrisas frescas cuando se avanzaba y se veía la posibilidad de concretar lo que en ese momento se anhelaba.
Ricardo Rosales Román, mi padre, volvió a la luz guatemalteca una tarde de diciembre de 1996. El recibimiento en el Aeropuerto La Aurora y luego en el hotel Princess de la capital, fueron inolvidables. La firma de la paz estaba cerca y el trabajo no se detuvo. Yo lo veía recorrer incansablemente los pasillos del hotel, recibir gente, ir a encuentros con compañeros, sindicalistas, estudiantes, obreros; hablar con los otros miembros de la Comandancia General de URNG, responder las preguntas de los periodistas, conversar con los trabajadores del hotel que lo saludaban. Tenía tiempo para todos y daba valor a lo que conversaba con cada uno.
Ahora que escribo estas líneas recuerdo el momento de la firma de la paz. Y lo recuerdo a él con su traje sobrio, con su cabello blanco. Y recuerdo que aquella noche nos dijo que la unidad era lo más importante, que era la verdadera garantía para que se consiguiera lo que tanto había costado, por lo que tanta gente había luchado. Mi padre tenía razón. Ahora no cabe ninguna duda.
Tras contribuir a la legalización del partido URNG, mi padre fue electo diputado al Congreso de la República. Alzó su voz desde el parlamento. Siguió trabajando, siguió construyendo. No lo ha dejado de hacer ni un momento. Para entonces, ya escribía en una computadora, pero él trabajaba con el mismo cuidado y con el mismo empeño de los años de la máquina de escribir portátil.
El 14 de febrero de este año, mi padre, Ricardo Rosales Román o Carlos Gonzáles o Julián o Lucas cumple 75 años. Los festeja como ha vivido: sin buscar protagonismos, sin homenajes en los que se dice poco y se finge mucho. Lo hace desde las páginas de La Hora, en donde escribe una columna que es referencia y lectura obligada para muchos guatemaltecos. Lo hace, en fin, sin claudicar en torno a lo que piensa, con la entereza de quien se asume como comunista y no reniega de su pasado.
Ahora, cuando puedo estar con él, cuando disfruto de su voz entera, de su inteligencia intacta, cuando lo veo acariciar a sus nietos, sonreír ante su familia toda y, sobre todo, cuando me doy cuenta del amor que tiene hacia Ana María, su compañera de toda la vida, me siento dichoso de ser el hijo de un hombre que ha sobresalido entre los de su generación, que arriesgó todo por lo que creía y que ha triunfado, aun y cuando, como escribió Otto René Castillo, “todo en torno a uno / es aún tan frío y tan oscuro”.
Hoy brindo por él. Me reconozco en sus ojos y como hijo y compañero lo abrazo con todas mis fuerzas y con toda la ternura del mundo.
Espartaco Rosales Arroyo
Espartaco Rosales Arroyo
Ciudad de México, febrero de 2009
Espartaco: soy Jaime Barrios Carrillo columnista de Siglo XXI..estoy escribiendouna serie sobre guatemltecos en el extranjero. Te gustar´+ia participar? Mi mail es aladinomas@hotmail.com
ResponderEliminarsaludos cordiales
Jaime
Apreciado Espartaco, mi madre dice que tuvo un enamorado llamado Carlos Rosales Roman,cuando vivían en el barrio El Gallito, zona 3 de Guatemala que él tendría que tener el día de hoy entre 88 o 89 años, será alguien de tu familia?
ResponderEliminarMuy buenas tardes. Lamento mucho responder años después de su mensaje. He descuidado el sitio. Sí, Carlos era hermano de mi padre y era un poco mayor. Ambos fallecieron ya. Reciba mis atentos saludos.
ResponderEliminar