De las amenazas latentes al peligro real
Los portavoces, operadores y ejecutivos de la élite
oligárquica tradicional, los medios a su servicio y los tanques pensantes urbanos, desearían convencer a los demás cuando insisten en asegurar que la
mayoría de la población guatemalteca es conformista, indiferente, apática,
pesimista, que nada le importa lo que está sucediendo en el país.
Si ello fuera así, ¿qué
explicación y sentido tendrían la movilización y luchas en el interior
del país contra las mineras e hidroeléctricas, el monocultivismo neo colonizador,
contaminante, depredador, el desalojo de tierras y criminalización de la
protesta social? ¿Y qué explicaría que el descontento y la lucha social y popular se desplace
y se extienda en el campo y que sea allí en donde la indignación y el
descontento organiza, une y moviliza a amplios sectores del campesinado y de
los pueblos indígenas?
En el medio urbano y, más
concretamente, en la capital, si alguna culpa se le puede achacar a la
población, es ser víctima de la trampa que el poder dominante ha ideado para
que se vea y considere que todo
está bien, que nada hay que cambiar ni hay por qué ni para qué hacerlo. Es ese
perverso empeño de ‒mentirosamente, por supuesto‒, hacerle creer a la gente que
son más los riesgos y peligros que se corren ante lo incierto e indefinido (los
cambios de fondo que el país necesita) a que si se sigue como se está.
En la medida que el poder gobernante y la institucionalidad se desgastan y
agotan, se crean las condiciones que hacen posible que la indignación, la
inconformidad y el descontento se generalicen, amplíen y fortalezcan. Es lo que
está pasando, en forma diferenciada y, con sus propias características, tanto
en el campo como en la ciudad.
En el período que se inicia
en 1986, el orden constitucional ‒además de precario, frágil y vulnerable‒, ha
estado amenazado, permanentemente, por rupturas abiertas o subrepticias. En 1993, de la amenaza, se pasó a la
consumación. Aunque la intentona de Serrano se haya desarticulado y
restablecido el orden constitucional, la situación en nada cambió y las cosas
siguen igual o peor.
Más recientemente, el 5 de
abril, una vez más, surge el peligro real de una ruptura que, de consumarse, institucionalizaría la
reelección presidencial y prolongaría el período gubernamental del partido
oficial, de los diputados, alcaldes, magistrados de la Corte Suprema de
Justicia, Salas de Apelaciones y Corte de Constitucionalidad.
La experiencia enseña y la
historia es de lo más ilustrativa: cuando el ejercicio del poder intenta
prolongarse (o alguien trata de reelegirse o perpetuarse en él), para los
gobernados, la situación puede que se torne inaguantable y más cuando es
evidente que los de arriba dejan de
estar en condiciones de seguir gobernando como lo venían haciendo y, los de abajo, no están dispuestos a
soportar que las cosas sigan así.
En consecuencia, que a nadie
sorprenda que ‒a partir de lo que se adelantó en la concentración oficial de
Escuintla en abril a lo que queda de este año‒, lo inimaginable pueda suceder y
que el escenario más probable sea el de la batalla entre lo viejo que se
resiste a desaparecer y lo nuevo que está por despuntar.
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