miércoles, 6 de junio de 2012


¡Descanse en paz monseñor
Quezada Toruño! 

Monseñor Rodolfo Quezada Toruño fue alguien a quien se le pueda considerar imprescindibles. Cuando lo conocí, me di cuenta de que estaba ante alguien que --por lo que representaba, por lo que hacía, por lo que pensaba, en lo que creía, por lo que luchaba y lo que decía y opinaba y cómo lo expresaba--, estuvo siempre en el lugar y en el momento indicados.

A raíz del papel que jugó la jerarquía eclesiástica en el derrocamiento del Presidente Arbenz en junio de 1954 y su oposición a las conquistas y logros de la Revolución de Octubre de 1944, me encontré ante sentimientos de lo más encontrados y que habrían de determinar mi distanciamiento de la Iglesia, pues pusieron en duda lo que esta predicaba y cuestionarion la obediencia y sumisión de su feligresía.

Nacido en un hogar católico y de fervientes devotos del Señor de Esquipulas, lo que en mi infancia consideré como parte de mi fe y devoción hacía años que estaba en crisis, una crisis de credibilidad no resuelta. Fue por ello que me molestó e indignó que la venerada imagen se sacara en procesión por todo el país, se utilizara para exacerbar el anticomunismo y que el día que regresó a su templo coincidiera con el que ingresaron por la frontera de Honduras las tropas mercenarias organizadas y financiadas por la estadounidense Agencia Central de Inteligencia (CIA) y la United Fruit Company.

De ahí en adelante ya no sorprendería ni iba a ser motivo de escándalo que Castillo Armas nombrara al Señor de Esquipulas capitán general del mal llamado --y peor conducido y dirigido-- Ejército de Liberación y que en su réplica que está en la Catedral Metropolitana tuviera a su lado el estandarte rojo, blanco y azul, la daga con empuñadura en cruz  y la consigna de Dios, Patria, Libertad. Ya para entonces se sabía de la magnitud y significado que para los patriotas españoles tuvo ese estandarte, esa espada y ese emblema franquista.

Lo que para mí estaba claro, muy claro, es que la jerarquía eclesiástica tenía a la Iglesia de espaldas al pueblo y que lo que predicaba y hacía era todo lo contrario de lo que fue la vida, pasión y muerte de Jesucristo, el hijo de María y José, y lo que alcanzó hacer por su pueblo, su prédica y ejemplo.

Recuerdo que ya había leído, y, en cierta forma, asimilado, entendido y comprendido mucho del impresionante y hermoso contenido de los Evangelios, de los Hechos de los Apóstoles, y de las Cartas de San Pablo, Santiago, San Pedro, San Juan y San Judas Tadeo.

Luego de algún tiempo, la dimensión humana y emancipadora del rebelde de Nazaret la encontraría en dos de las más grandes y hermosas novelas de Nikos Katzantzakis: Cristo de nuevo crucificado y La última tentación, y, además, en la no menos hermosa e impresionante novela de Par Legerkvist, Barrabás.

Traigo a cuenta lo anterior porque ahora comprendo por qué fue que gracias a monseñor Quezada Toruño, el Encuentro del Escorial fue todo un éxito y que el de Quito confirmara que la Iglesia no era lo que fue en la década del 44 al 54 ni la que nada dijo a partir de lo que empezó a padecer nuestro pueblo durante el régimen liberacionista.

Pacen in Terris, la trascendental Encíclica de Juan XXIII, fue de lo más útil para confirmar lo que ya se advertía: el cambio que se venía operando en Roma. La Segunda Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, celebrada en Medellín en 1968, rubricó el contenido y alcances del Concilio Vaticano II y confirmó que los cambios no sólo eran posibles sino necesarios e impostergables.

A mis padres les hubiera alegrado y enorgullecido que uno de sus hijos conociera a quien logró rescatar al Cristo Negro de la sectarización de que se le había hecho víctima y que monseñor Quezada Toruño encontrara en él la fuerza, la fortaleza y la seguridad necesarias para enfrentar los riesgos, desafíos y dificultades que suponía ir a la búsqueda de la paz y la reconciliación en un tan impredecible, contradictorio y desconcertante país como el nuestro.

No me equivoco si digo que a monseñor le corresponde el mérito de haber sido el incansable y consecuente luchador por la paz y la reconciliación en Guatemala y que, aún después de muerto, seguirá siendo símbolo y encarnación de los nuevos tiempos y la real y verdadera misión evangelizadora y ecuménica.

Ante su sensible deceso acaecido la mañana del lunes y en la víspera del  entierro de sus restos mortales, no puedo sino desear que la obra y el ejemplo de monseñor Quezada Toruño perduren para bien de nuestro pueblo y que, en su homenaje y memoria, se logre que la justicia impere en nuestro país.

¡Descanse en paz monseñor Quezada Toruño!

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