¿Podrá llegar el día en que las cosas
dejen de estar cada vez peor?
Esta pregunta me la hice en 1986. Y, situándome más en el pasado, ya me la había hecho después del viernes 26 de julio de 1957. Con el magnicidio ocurrido aquella noche en Casa Presidencial, no se puso fin al régimen castilloarmista. Al contrario, el país continuó hundiéndose en la crisis por agotamiento y caducidad del sistema social, económico y político impuesto. Yéndose un poco más atrás, esa pregunta fue obligada hacérsela desde el momento mismo de la consumación de la intervención yanqui a nuestro país, aquél aciago 27 de junio de 1954.
Dicho brevemente: las cosas tienden a estar cada vez peor, y no hay modo que se puedan cambiar. De lo que ahora estoy más convencido que antes es que nunca será tarde para hacerlo y sí impostergable para que los acontecimientos no nos vayan a rebasar como sucedió en mayo de 1993 y estuvo a punto de ocurrir en mayo del año pasado.
En 1993 y en el 2009, hubo quienes estuvieron interesados (y lo siguen estando) en que las cosas marchen en esa dirección. Y no se trata de reales o supuestas conspiraciones. En una situación como en la que está el país, las condiciones son propicias para ello, y es así porque quienes son responsables de que esto pueda ocurrir y quienes tratan de forzar que ello vaya a suceder están, cada quien por su lado, creando o valiéndose de la situación y condiciones para que ocurra.
La polarización de la sociedad que tanto se comenta en los medios no es otra cosa que la sorda pugna de intereses por el control del manejo de la cosa pública y el poder político. Se trata de la lucha entre dos o más sectores --aparentemente irreconciliables-- por el reparto de privilegios y por lograr que en los cargos de importancia institucional estén quienes mejor sirvan a sus intereses.
Esto se puede advertir en lo que se discute en la actual legislatura en materia presupuestaria y en lo referente a los fondos para la reconstrucción después del paso de la tormenta Ágata y lo del Pacaya, así como las secuelas que aún quedan del Mitch y del Stan. Es lo que sucedió, además, en el seno de las comisiones de postulación para la elección de magistrados de la Corte Suprema de Justicia y Salas de Apelaciones.
Ya uno se puede imaginar lo que habrá de ocurrir con la elección del Fiscal General de la República y al momento de decidir a quién corresponderá estar a cargo de la Contraloría General de Cuentas (CGC) así como de los que habrán de ocupar las cómodas poltronas de la Corte de Constitucionalidad (CC). Quien estuvo a cargo de la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG) hasta hace poco, no es ajeno a esa rebatiña.
Desde luego que no es sólo esto lo que está en el fondo de la crisis. Sin embargo, es en estas pugnas en que se pone más de manifiesto y en torno a lo que giran los intereses de los distintos grupos de poder y las estructuras paralelas que en realidad están detrás de lo que está sucediendo. Las caras y figuras visibles puede que no sean las mismas del pasado, pero los intereses sí que siguen siendo los mismos.
Salvaguardar la institucionalidad en nuestro país supone, en primer lugar, no prestarse al juego de quienes han corrompido la labor gubernamental, se han puesto de espaldas al pueblo, enriquecido a manos llenas e ilícitamente y no han sido denunciados y procesados o de a quienes interesa copiar al carbón lo que sucedió y sigue pasando en Honduras. Salvaguardar la institucionalidad supone, además, luchar por cambiar lo que anda mal, fortalecer lo que haya sido bien hecho (que casi no es nada) y avanzar a una etapa superior de desarrollo, avance y progreso.
En lo internacional la amenaza de una guerra nuclear en el Cercano y el Lejano Oriente o en la península coreana, aunque aún persiste, puede ser evitada. Así lo expresó el sábado el máximo dirigente de la Revolución Cubana, Fidel Castro Ruz, ante la Asamblea del Poder Popular y se los reiteró a cuatro periodistas venezolanos con quienes se entrevistó el día siguiente.
El momento es propicio para adherirse al llamamiento a dirigírsele al presidente de Estados Unidos, señor Barack Obama, a fin de que asuma la decisión --que sólo a él corresponde-- de no desencadenar semejante hecatombe.
Las armas nucleares no hacen distinción de clase ni posición política o ideológica, situación económica o social. Acaban por igual con quienes tienen acumuladas cuantiosas fortunas como a quienes nada tienen. El desastre que se podría ocasionar con esta otra guerra sería infinitamente superior al ocasionado hace 65 años en Hiroshima y Nagazaki. De ahí la trascendencia de contribuir a salvar a la humanidad de una catástrofe de tal magnitud.
A estas alturas de la vida me pregunto, una vez más, si es que podrá llegar el día en que las cosas dejen de estar cada vez peor. Un examen crítico y autocrítico es el ejercicio obligado a fin de encontrar el camino a seguir para emprender los cambios estructurales que el país necesita y lograr que llegue ese día que anuncie un nuevo amanecer.
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